Deuda De Honor

Author:Tom Clancy
Language: es
Format: mobi
Published: 2008-12-14T23:00:00+00:00

El capitán Bud Sánchez no había pasado nunca un trago como aquél. Fue casi un milagro que su Viking S-3 se posase en la cubierta sin novedad. Aunque más que de un milagro había que hablar de que los Hoovers eran aparatos muy manejables. Pese a que soplaba un viento de más de 40 km/h, su ala aérea estaba de nuevo a bordo y el portaaviones se retiraba.

Se retiraba. ¿Quién había dicho algo sobre que «quien da primero da dos veces», como rezaba el lema de la Armada? Renqueantes y a casita. A Pearl Harbor. Las cinco escuadrillas de cazas y aviones de ataque estaban allí quietos, perfectamente alineados en la cubierta del John Stennis, listos para operaciones de combate aunque, salvo grave emergencia, imposibilitados para despegar. Era un cuestión de... peso, y de viento. Los portaaviones se situaban a favor de viento para el aterrizaje y el despegue de sus aparatos, y necesitaban motores muy potentes para generar a proa una corriente de aire lo más fuerte posible. El aire en movimiento se añadía al impulso de despegue, que proporcionaban las catapultas de vapor, al objeto de proyectar al aparato y hacer que se elevase. La capacidad para despegar era directa-mente proporcional a la capacidad para generar esa corriente de aire y —algo más importante aún desde el punto de vista táctico— la intensidad de la corriente de aire que pudiesen generar determinaba qué peso podían llevar y, por lo tanto, el combustible y el armamento. Tal como estaban las cosas podían hacer que despegasen aviones. Aunque sin la cantidad de combustible necesaria para permanecer en el aire mucho tiempo ni, por lo mismo, para rastrear el océano en busca de objetivos, y sin el armamento preciso para atacar esos objetivos. Calculaba que podía utilizar los cazas de a bordo para defender a la flota de una amenaza aérea en unas cien millas a la redonda. Pero no había amenaza aérea y, aunque conociese la posición de las formaciones japonesas que se retiraban, no estaba en condiciones de alcanzarla con sus aparatos de ataque. Aparte de que no tenía órdenes de hacerlo.

La noche en el mar pasa por ser algo hermoso, pero aquélla no lo era. Las estrellas y la jibosa luna reflejadas en un mar en calma los ponía a todos nerviosos. Había suficiente claridad como para avistar barcos aunque llevasen las luces apagadas. Los únicos aparatos real-mente activos de sus escuadrillas eran los helicópteros antisubmarinos, cuyas parpadeantes luces anticolisión servían de avanzadilla a los portaaviones, en unión de algunas unidades de escolta del Johnnie Reb. La única ventaja era que, debido a la lenta velocidad que llevaba la flota, el rendimiento del sonar de destructores y fragatas, confundido a popa con la estela de los barcos, era óptimo. No iban muchos. La mayoría se habían rezagado para escoltar al Enterprise, en un doble anillo, como si fuesen los guardaespaldas de un jefe de Estado, en tanto que uno de los barcos, un crucero dotado de sistema Aegis radar-misil, lo remolcaba al objeto de que pudiese avanzar por lo menos a seis nudos y medio.

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